PSICOLOGÍA: LOS TRASTORNOS ADICTIVOS

Los trastornos adictivos son uno de los más relevantes problemas sanitarios en la actualidad. El consumo de sustancias psicoactivas es cada vez más frecuente, especialmente entre los más jóvenes. Y es precisamente esta realidad la que imprime un mayor dramatismo al fenómeno de la adicción, ya que el sistema nervioso se encuentra en pleno desarrollo y la impronta que el consumo deja sobre éste puede ser mayor que la que se observa en un cerebro adulto. De todas formas, antes de adentrarnos en lo que es un trastorno adictivo es necesario hacer una breve reflexión sobre conceptos esenciales que será necesario tener en cuenta.

MODALIDADES DE CONSUMO
Una de las formas más frecuentes de consumo entre las personas jóvenes es la que se circunscribe únicamente a los fines de semana. En estos casos, se ingieren grandes cantidades de alcohol en muy poco tiempo, pudiendo acompañarse de otras sustancias psicoactivas cuyas propiedades (combinadas con el efecto depresor propio del alcohol) producen efectos sobre la cognición, las emociones y la conducta que el consumidor puede percibir como agradables (lubricación social, euforia, etc.), lo que le anima a repetir el consumo en el futuro. El consumo puntual de grandes dosis de cualquier droga genera el fenómeno de la intoxicación, cuyas consecuencias físicas pueden ser devastadoras en el caso de algunas sustancias. La más habitual en el caso del ocio nocturno entre los más jóvenes es la intoxicación etílica (potenciándose el efecto del alcohol por su combinación con bebidas gaseosas), cuyos efectos oscilan desde una leve desinhibición percibida a la depresión respiratoria y el coma. Otras sustancias de uso relativamente habitual durante los fines de semana, como la cocaína, producen efectos euforizantes poco tiempo después de su administración (habitualmente esnifada), aunque su uso combinado con el alcohol puede alterar esta respuesta y generar conductas violentas de diversa relevancia (peleas, agresiones, vandalismo, etc.). Así pues, la intoxicación es la respuesta directa del organismo ante la presencia de una droga, y ésta variará en función de la naturaleza de la droga consumida y su combinación con otras.
Otra modalidad de consumo a tener en cuenta es el abuso. Hablamos de abuso de sustancias cuando la persona toma drogas en situaciones en las que no sería recomendable hacerlo (en contextos académicos, en el trabajo, etc.), cuando el consumo empieza a generar problemas sociales de diverso tipo (conflictos familiares, problemas de pareja, etc.), no puede dejar de pensar en la sustancia o cuando la persona se siente incapaz de evitar consumir a pesar de la certeza de que su conducta está empezando a erosionar su vida y red social. Una cuestión importante aquí es que el consumo empieza a formar parte de la vida de la persona, utilizando las diferentes sustancias como un mecanismo de afrontamiento ante situaciones vitales complejas, lo que acaba generando un déficit en el uso de estrategias más adaptativas y que confronten directamente cualquier situación problemática que se presente al individuo. También se considera abuso cualquier consumo en personas adolescentes, ya que por su inmadurez neurológica pueden presentarse complicaciones severas que afecten a su desarrollo cognitivo y emocional. El abuso puede considerarse (desde una perspectiva de procesos) una fase intermedia entre el consumo puntual y la dependencia a sustancias psicoactivas, que exploramos seguidamente.
La dependencia a sustancias se diferencia del abuso por la aparición de tres fenómenos que hacen explícitas ciertas adaptaciones neurológicas debidas a la presencia continua de la droga en el organismo: la tolerancia, la conducta dependiente y el síndrome de abstinencia. Además, en esta fase se hace evidente la enorme inversión de tiempo que dedica la persona a proveerse de la/s sustancia/s que consume habitualmente, relegando el resto de actividades cotidianas (trabajo, familia, etc.) a un segundo plano. Así pues, la dependencia es un fenómeno que implica graves consecuencias físicas y sociales, que puede prolongarse en el tiempo de forma indefinida y agravarse por la presencia de otros trastornos mentales comórbidos o la inminencia de conflictos interpersonales que desarmen completa o parcialmente la red social.
Debido a su enorme relevancia (y a su cualidad crítica para elaborar un diagnóstico diferencial), en el próximo post continuaremos hablando sobre  los fenómenos de la tolerancia, la conducta dependiente y la abstinencia.

FENOMENOS ASOCIADOS A LA DEPENDENCIA DE SUSTANCIAS
Tolerancia
La tolerancia es un fenómeno con implicaciones tanto biológicas como psicológicas y sociales. Se define como la necesidad de consumir mayores cantidades de sustancia para conseguir el mismo efecto sobre el organismo, o también por la sensación subjetiva de que consumiendo una dosis igual/similar a la habitual, las consecuencias sobre el organismo están atenuadas. El fenómeno se debe a las adaptaciones metabólicas que el organismo realiza para afrontar la presencia de una sustancia extraña que desequilibra su homeostasis, aumentando la actividad de las enzimas (hepáticas, pancreáticas, etc.) encargadas de su eliminación. Se ha descrito también una tolerancia psicológica, a través de la cual la respuesta a una droga se atenúa en función de ciertas claves contextuales que, con el uso repetido de la sustancia psicoactiva, han ido asociándose a la situación de consumo. Por último, también se aprecia en algunos casos tolerancia cruzada (el consumo repetido de una sustancia hace que otra, de características moleculares similares, genere un efecto menos intenso), siendo los casos más conocidos los del alcohol-ansiolíticos y heroína-opiáceos.
Síndrome de Abstinencia
El síndrome de abstinencia es el conjunto de síntomas que experimenta una persona cuando no consume la sustancia de la que depende durante un tiempo prolongado (que será diferente según el tipo de droga). A menudo, estos síntomas son los opuestos a los que la droga genera durante la intoxicación, y resultan muy desagradables o perturbadores para quien los padece (incluso incapacitantes). Cuando una persona cumple los criterios para una dependencia, se observa que el consumo se produce habitualmente en el momento preciso en que se presenta el síndrome de abstinencia, siendo el fin la eliminación del malestar asociado. Este tipo de consumo (evitar síntomas desgradables) potencia todavía más la intensidad de la adicción (a través de un mecanismo que los psicólogos conocemos como refuerzo negativo) y constituye una importante situación de riesgo que se observa en la clínica.
Dependencia
Entendemos por dependencia una forma particular de relación con las drogas en las que éstas pasan a ocupar gran parte de los pensamientos o las acciones que la persona experimenta y desarrolla en su vida cotidiana. Así, observamos con frecuencia el abandono de toda fuente de gratificación alternativa (reuniones con familiares y amigos, aficiones, etc.), que se ven sustituidas por la búsqueda y consumo de la sustancia. Puede ocurrir también que, en aquellos casos en los que el consumidor no dispone de recursos económicos suficientes para garantizar la disponibilidad de la dosis necesaria, concurran en conductas delictivas diversas (como el robo o el hurto). El desplazamiento de la droga a la cúspide del sistema motivacional tiene su reflejo biológico en las alteraciones dopaminérgicas que se producen en el sistema de recompensa cerebral. Este sistema se activa ante situaciones agradables de cualquier tipo y es parte del bagaje neurológico de todos los mamíferos. El consumo de sustancias altera la actividad de la dopamina (principal neurotransmisor del sistema de recompensa), de modo que una hiperactivación permanente provocada por la droga hace insuficiente la activación normal asociada a las situaciones gratificantes, haciendo que éstas pierdan su valor para el individuo dependiente. La consecuencia directa de esto es la exclusión del consumidor de su círculo social previo, lo que le sumerge en una situación de aislamiento y dificulta el abandono de la droga.

FACTORES DE RIESGO Y PROTECCIÓN
Factores de Riesgo
Podemos diferenciar diversos factores de riesgo. En primer término, tenemos los factores distales, que son aquellos asociados al entorno macro/microsocial en el que se desenvuelve el individuo. Son los responsables de dar cabida a un conjunto de creencias que constituyen  los cimientos para la aparición posterior del consumo de drogas. Ejemplos de este tipo de factores de riesgo son la aceptación social de la sustancia (el alcohol y el tabaco son las más aceptadas en nuestro entorno), la disponibilidad, la alta tolerancia de los padres hacia las conductas de consumo (que disminuye la percepción del riesgo) y el propio uso/abuso de sustancias en el entorno familiar.
También se aprecian factores de riesgo de naturaleza proximal. Se trata de situaciones o condiciones que elicitan el inicio del consumo, y que en función de la vulnerabilidad previa (asociada a las creencias suscitadas por factores de riesgo distales) pueden generar con mayor o menor facilidad la iniciación en conductas de consumo. Algunos ejemplos de estos factores de riesgo son la edad adolescente, la influencia del grupo de iguales, la deficiente supervisión de lo que el niño hace fuera de casa/colegio y ciertas expresiones de la personalidad (como la búsqueda de sensaciones y la impulsividad).
Por último, quisiéramos destacar los factores mantenedores. Éstos divergen en función del momento en que se encuentra la persona respecto al consumo (son diferentes en función de si existe abuso o dependencia). Cuando la persona apenas ha iniciado el uso de sustancias, las sensaciones agradables que experimenta subjetivamente son las responsables de que continúe consumiéndola; mientras que cuando se ha establecido una dependencia, la persona consume con el objetivo de evitar las sensaciones aversivas/desagradables asociadas al síndrome de abstinencia.
Esta breve lista de factores de riesgo no pretende ser exhaustiva, pues el abordaje de otras cuestiones relevantes relacionadas con tan importante cuestión (vulnerabilidad genética, influencia del sexo, etc.) trasciende el propósito de este texto. En el futuro dedicaremos un espacio a tratar estos matices de la conducta adictiva, que tienen su trascendencia para comprender la naturaleza del fenómeno adictivo.

Factores de Protección
Los factores de protección son aquellos que, de influir directamente en la vida de la persona, reducen sustancialmente la probabilidad de que ésta inicie una conducta de consumo que pueda progresar posteriormente hacia la dependencia. La mayor parte de los factores de riesgo pertenecen al dominio de lo social, lo educacional y/o lo familiar, y hacen referencia tanto a la intervención preventiva formal (especialistas que ofrecen charlas psicoeducativas en el colegio o el instituto) como a intervenciones no formales (personas no especialistas que ejercen su función preventiva, como padres o profesores). Algunos ejemplos de estos factores de protección son la parentalidad positiva (momentos de disfrute en el entorno familiar), la transmisión de valores no compatibles con el consumo de sustancias, la información objetiva sobre las consecuencias del consumo, la supervisión de las actividades del niño fuera de casa, la afiliación a grupos de referencia no vinculados al consumo, práctica de actividades deportivas, hábitos higiénicos saludables, etc. Generalmente, la promoción de un estilo de vida saludable redunda en una menor probabilidad de consumo de sustancias, por lo que es una responsabilidad de todas las entidades competentes (incluyendo a la familia).

CONSECUENCIAS DEL CONSUMO
Las consecuencias del consumo van a depender estrechamente de la sustancia consumida. Si bien las intoxicaciones (aunque ocasionalmente graves) generan importantes alteraciones, las auténticas consecuencias físicas se manifiestan en aquellos casos en los que se observa una larga historia de consumo (esto es, se aprecian síntomas propios de dependencia, tal y como hemos descrito más arriba). Es habitual el declive físico (alteraciones neurológicas, hepáticas, cardiovasculares, etc.), sexual (inhibición del deseo, anorgasmia, alteraciones de la erección, etc.), psicológico (emergencia de trastornos mentales comórbidos que ensombrezcan el pronóstico, exacerbación de síntomas previos, etc.) y social (aislamiento, rechazo, etc.).
Debido a que englobar en este texto generalidades sobre las consecuencias del consumo no sería lo más apropiado (debido tanto a su diversidad como especificidad para cada sustancia) derivamos este cometido a futuras actualizaciones del blog sobre la cuestión de los trastornos por dependencia de sustancias.

PSICOLOGÍA: LA RESPUESTA SEXUAL HUMANA

El sexo constituye una de las formas más íntimas de interacción personal. Generalmente, está reservado en exclusiva para las personas con las que mantenemos un vínculo afectivo estrecho (de naturaleza romántica), y en él se da cabida a la manifestación física de emociones intensas. El sexo, además, es una forma de relación sutil, que puede verse afectada tanto por cuestiones físicas (enfermedades con alteración comórbida de la respuesta sexual, efectos secundarios asociados a tratamientos farmacológicos para diversas patologías, etc.), como psicológicas (conflictos relacionales, inseguridad personal, hipervigilancia de la ejecución, etc.) y sociales (creencias disfuncionales sobre el sexo, educación hiper-protectora, sentimientos aversivos respecto a la sexualidad, carencia de información adecuada, etc.).
La actividad sexual no es una respuesta uniforme. Los estudios han distinguido un conjunto de fases que constituyen la respuesta sexual humana, y en este artículo nos proponemos exponer una sucinta descripción de las características de cada una de ellas. Es necesario que el lector entienda también que en los trastornos de la sexualidad puede verse alterada alguna de estas fases o bien un conjunto de ellas. Reservaremos las cuestiones de psicopatología de la sexualidad para futuras actualizaciones, centrando nuestra atención ahora en la descripción general del sexo como proceso.

EL SEXO COMO PROCESO: FASES DE LA RESPUESTA SEXUAL
Pueden distinguirse cinco fases bien diferenciadas en la respuesta sexual humana: el deseo, la excitación, la meseta, el orgasmo y la resolución. A continuación procedemos a detallar cada una de ellas.

El deseo
Aunque parezca extraño o ilógico, el deseo sexual fue la última fase en incluirse como parte importante de la respuesta sexual. El deseo tiene una naturaleza cognitiva, y hace referencia al modo en que la situación de interacción promueve la voluntad de llevar la relación al terreno de lo físico. Cuando se activa el deseo, aparecen conductas de aproximación cuyo objetivo es generar el contexto adecuado para un encuentro romántico o sexual.
Existen diversas claves contextuales que hacen propicia la aparición del deseo en hombres y mujeres, aunque algunos estudios han encontrado algunas discrepancias entre los sexos. Así, por ejemplo, se destaca en el caso del varón la importancia de los estímulos visuales (visión del cuerpo desnudo de la pareja, por ejemplo), mientras que en la mujer parecen de mayor relevancia los auditivos y olfativos. A pesar de estas sutiles diferencias, es importante destacar que las situaciones que disparan el deseo son muy similares en ambos sexos, constituyendo las diferencias reseñadas pequeños matices que en ningún caso hacen diferente la experiencia en función del sexo (obviando, claro está, las diferencias asociadas a las sensaciones físicas que difieren en función del dimorfismo sexual: inicio de la respuesta lubricatoria en el caso de la mujer, tumefacción del pene en el varón, etc.).
El deseo es, también, una fase que modula el resto de las etapas de la sexualidad, pudiendo sus alteraciones (como en el caso del deseo sexual inhibido) modificar la intensidad de la respuesta en etapas ulteriores. Es, por tanto, un fenómeno no lineal; cuya presencia se prorroga a lo largo de toda la actividad sexual, y que eventualmente puede atenuarse durante la fase de resolución o reposo (como más adelante describiremos). Su inclusión en el proceso es, como podemos observar, absolutamente necesaria para entender la respuesta sexual de las personas, y hace explícita la importancia de la calidad del vínculo como elemento esencial en las relaciones humanas.

La excitación
Podría entenderse la excitación como el correlato fisiológico asociado a los pensamientos vinculados con el deseo. En la excitación, se producen una cascada de respuestas físicas cuyo objetivo es facilitar el encuentro sexual. Es frecuente observar, tanto en hombres como mujeres, una midriasis pupilar acentuada (dilatación de las pupilas) una hiperactividad electrodérmica, un incremento de la tasa respiratoria y un aumento de la actividad cardíaca.
En el caso de los varones, gracias a la actividad del oxido nítrico se desencadena la respuesta eréctil, pues éste facilita la dispersión de la sangre a los cuerpos cavernosos que conforman el pene y propician su tumefacción o endurecimiento. La erección es un mecanismo fisiológico muy complejo y, por tanto, puede verse fácilmente alterado en determinadas circunstancias (muy especialmente cuando coexiste un hábito tabáquico fuertemente arraigado o se inicia la actividad sexual con la ayuda de sustancias depresoras como el alcohol). Es necesario que la erección mantenga una firmeza y duración adecuadas, pues de lo contrario es posible que se haga complicada la penetración (que constituye un momento importante en la etapa de meseta, como posteriormente veremos).
En el caso de la mujer, también se produce una importante vasodilatación de las estructuras venosas próximas, anexas y constituyentes de la vagina. Los labios vaginales externos e internos cambian su coloración hacia matices más oscuros (asociados a mayor presencia de sangre en la zona), y se produce una respuesta de lubricación acentuada (aunque ésta puede atenuarse ante circunstancias fisiológicas como le menopausia). La vagina es una estructura de gran complejidad, y las pruebas de resonancia interna de la misma dan buena prueba de ello: se observan movimientos de ascenso del útero y una tensión importante de los esfínteres vaginales y anales (cuya contracción llega a su máxima expresión durante la aparición del orgasmo), además de otros cambios estructurales dirigidos a la recepción del pene. Junto a estos cambios genitales, se observa rubor en el rostro y tumefacción de los pezones, junto a un ligero incremento en la circunferencia de la areola mamaria.
En esta fase son especialmente importantes las conductas sensuales como caricias y besos, así como los preliminares sexuales cuya descripción sería tan variada que excedería los propósitos de este texto.

La meseta
La fase de meseta es en la que se produce la mayor parte de la actividad sexual propiamente dicha, exceptuando aquí los preliminares que han conducido hasta la aparición de una respuesta sexual propicia. En esta etapa aparece la penetración y tiene inicio la estimulación intergenital por el contacto de regiones con alto índice de inervación (como las estructuras internas del clítoris).
Durante la etapa de meseta se produce una estimulación genital que continúa acompañada de otras formas de conducta sensual, como caricias y besos. De hecho, muchos estudios confirman que la presencia de las conductas sensuales son esenciales para una estimulación adecuada, pudiendo su ausencia conducir a una reducción de la intensidad del placer o incluso a la interrupción de la actividad sexual. También algunos estudios parecen indicar la especial importancia de las conductas sensuales en la respuesta sexual de la mujer, en contraposición a la del varón, aunque no se detallan teorías explicativas al respecto.
Hasta este momento la intensidad del placer asociado a la respuesta sexual ha seguido una progresión ascendente. El mantenimiento de la estimulación constante conduce al orgasmo, que es el momento más intenso en la experiencia de la actividad sexual. Procederemos a detallar el orgasmo en lo sucesivo.

El orgasmo
El orgasmo constituye un fenómeno psicofisiológico complejo. Se trata del punto de máxima experiencia de placer asociado al acto sexual, a partir del cual (alcanzada su resolución), éste declina abruptamente (exceptuando los casos de aquellas personas que presentan una capacidad orgásmica múltiple).
En el caso del hombre, durante el orgasmo se produce una respuesta eyaculatoria (provocada por impulsos eléctricos que emergen de la médula espinal) que disemina el semen (precedido por el líquido preseminal, cuya función es reducir o disminuir la acidez del conducto uretral por la posible presencia de orina). Se observan contracciones rápidas y sucesivas cuya duración puede prolongarse durante algunos segundos, y que facilitan la expulsión del líquido seminal. Ciertas lesiones medulares (especialmente aquellas que se producen en regiones más altas, a nivel cervical) pueden inhibir la respuesta eyaculatoria, así como el uso de determinados fármacos.
En el caso de la mujer, el orgasmo va acompañado de un incremento en el flujo sanguíneo de las estructuras vaginales internas y externas. Como en el varón, se observan contracciones rítmicas, tensión/presión en tercio muscular externo (plataforma orgásmica) y una importante liberación de flujo vaginal (según algunos estudios, este líquido podría reducir la acidez del ecosistema interno de la vagina, incrementando el tiempo de supervivencia de los espermatozoides, lo que incrementaría la probabilidad de embarazo). El orgasmo en la mujer suele tener una duración mayor que en el varón, pudiendo prolongarse hasta veinte segundos (aunque la duración varía ampliamente en función de las fuentes que se consulten). También se observa con frecuencia una respuesta orgásmica múltiple en el caso de las mujeres, en este caso, la curva del placer no declina con el primer orgasmo (pudiendo observarse nuevas contracciones en caso de mantenerse la excitación).
Existe cierta polémica en torno al modo en que se produce el orgasmo en la mujer, esto es, si éste depende de la estimulación vaginal o clitoriana. Según recientes estudios, el clítoris tiene proyecciones nerviosas que se extienden al interior de la pared vaginal (suponiendo una estructura de mayor extensión de la determinada). Así pues, la penetración estimularía el clítoris a través de estas terminaciones, siendo esta pequeña región ampliamente inervada la mayor responsable de la experiencia de placer en la mujer.

La resolución
La resolución supone el fin fisiológico del episodio sexual. Concurre justo después del orgasmo y viene acompañado de una respuesta autónoma de relajación y calma (distensión muscular). Con el orgasmo decelera el ritmo cardíaco, la actividad electrodérmica recupera su función habitual y en general, se experimentan sensaciones físicas de calma que pueden bordear la somnolencia.
En el caso del varón, tras la eyaculación se llega a un periodo refractario en el que el pene pierde su tumefacción y alcanza una fase de reposo. También se han observado periodos refractarios en los que el pene sigue manteniendo su dureza, pero se trata de un fenómeno minoritario. Junto a la sensación de relajación física, se acompaña una hipersensibilidad táctil (especialmente en la zona genital) y, ocasionalmente, una reducción en la respuesta de deseo.
En el caso de la mujer, se observa una vasoconstricción respecto a la situación observada en el orgasmo. Las estructuras internas de la vagina vuelven a descender, alcanzando la ubicación original. La reducción del flujo sanguíneo se observa en la decoloración de los labios externos. Se produce una reducción del tono muscular general del cuerpo, especialmente en las regiones pélvicas y anales, que se habrían contraído de forma importante durante el orgasmo. Los pezones y el pecho también pierden la irrigación sanguínea incrementada que se produjo durante la excitación. La sensación física resultante se traduce en una impresión subjetiva de tranquilidad y calma, junto a una hipersensibilidad al contacto con la piel. Alcanzado este punto, algunas mujeres pueden alcanzar el orgasmo nuevamente, pudiendo experimentar curvas de placer sucesivas (múltiples orgasmos).
Los trastornos de la sexualidad, que abordaremos en una próxima entrega para el blog, pueden afectar a cualquiera de estas fases (tanto en hombres como en mujeres). El origen de estos problemas puede ser tanto fisiológico como psicológico, difiriendo el tratamiento en función de la etiología.

PSICOLOGÍA: EL PROCESO DEL DUELO

Entendemos el duelo como la experiencia subjetiva (cognitiva, conductual y emocional) que emerge ante una pérdida personalmente significativa. En este concepto tiene cabida cualquier tipo de pérdida,  desde las materiales a las relacionales (como la ruptura de una relación de pareja). En este texto vamos a centrar nuestra atención en las pérdidas que concurren en el contexto de la muerte de un ser querido, una experiencia universal en la que se desata una cascada emocional intensa.
La muerte de un ser querido implica un proceso de adaptación difícil. A lo largo de éste, aparece toda una constelación de emociones que en todo caso deben considerarse normales y no implican por sí mismas ninguna patología (tristeza, culpa, miedo, etc.). Sólo en aquellos casos en los que los síntomas se prolongan largamente en el tiempo o generan una descompensación muy importante, puede ser necesario articular un tratamiento psicológico. Aún así, los criterios a partir de los que se establece la naturaleza patológica de un proceso de duelo no están todavía suficientemente consolidados, por lo que a menudo tal consideración depende de la experiencia subjetiva del paciente. En todo caso, tal y como indican algunos autores, las diferencias entre el duelo patológico y el normal son cuestión de grado (no difieren cualitativamente, sino cuantitativamente).
En los esfuerzos por entender el duelo, autores de reconocido prestigio como Kübler-Ross han propuesto modelos basados en etapas que han trascendido los contextos académicos o profesionales, para incardinarse en el acervo del conocimiento común. Se trata del famoso proceso de duelo, cuyas fases son la negación (incapacidad para integrar la pérdida), ira (sentimientos de rabia dirigidos a uno mismo, a la persona fallecida o a otras personas), negociación (esfuerzos subjetivos por mediar en la realidad de la pérdida), depresión (decaimiento emocional y tristeza) y aceptación (integración de la pérdida en la narrativa de vida). Estudios empíricos sobre la cuestión han puesto en entredicho la linealidad de este proceso, indicando además que no todas las personas atraviesan las mismas etapas y que incluso es posible retroceder a aquellas ya superadas con anterioridad. Otro problema asociado a los modelos de etapas (entre los cuales el citado resulta paradigmático) es que parecen sugerir implícitamente que el superviviente tiene una actitud pasiva ante la pérdida, siendo simplemente una cuestión de tiempo la que conlleva la progresión entre las distintas fases.
Así pues, quisiéramos proponer en este texto un modelo basado en tareas, tal y como proponen autores recientes (Worden, 2011). Se trata también de un proceso, como en los modelos de etapas, pero requiere en el superviviente cierta proactividad (empoderamiento). En lo sucesivo analizaremos cada una de las fases propuestas por este autor.

FASES DEL MODELO DE DUELO BASADO EN TAREAS
Aceptación de la pérdida
Cuando se produce una pérdida, es habitual que la persona entre inmediatamente en un estado de shock. El shock es una experiencia disociativa cuyo propósito es defender a la persona de las consecuencias aversivas asociadas a cualquier hecho de naturaleza traumática.
El shock constituye un ejemplo claro de negación de la experiencia. Es habitual que en los primeros momentos la persona sea incapaz de reconocer que la muerte ha tenido lugar, llegando a comportarse como si ésta en realidad no se hubiera producido. De este modo, algunas personas continúan esperando durante cierto tiempo que el ser querido fallecido se ponga en contacto con la familia o que vuelva a casa para ocuparse de aquellas tareas que en vida le correspondieron. Algunas muertes (como aquellas que ocurren en algún lugar distante respecto a los supervivientes, o que son inesperadas y súbitas) son más difíciles de aceptar en un primer momento.
Es importante subrayar que toda muerte está acompañada, en un primer momento, de cierta sensación de irrealidad. Esto se debe a que el fallecimiento constituye una fractura severa de creencias firmemente consolidadas sobre una vida perenne, cuyo fin no suele atisbarse en lo cotidiano como una posibilidad real. Así pues, la experiencia no encaja con facilidad en la dinámica habitual del pensamiento, y por tanto se mantiene alejada de la corriente natural de éste, hasta que la persona es capaz de integrar el hecho y empezar a experimentar las emociones asociadas (lo que puede suponer una seria confrontación con los valores y los objetivos vitales). No existe emoción sin enfrentamiento de la experiencia, por lo que no resulta difícil explicar por qué ciertas personas parecen especialmente enteras justo poco después de la muerte, para pasar a desmoronarse afectivamente en las semanas/meses sucesivos.
Determinados actos rituales que se llevan a cabo en nuestra sociedad pueden facilitar la integración de la pérdida. Los funerales (por citar un ejemplo evidente) suponen la despedida socialmente pautada del difunto y el espacio en el que se reúnen los seres queridos del mismo para compartir su experiencia. Tener la oportunidad de ver el cuerpo del difunto y compartir quizá unas últimas palabras puede proporcionar alivio a muchas personas en esta fase del duelo (y resolver, paralelamente, la dificultad para aceptar la experiencia de pérdida). También supone un contexto en el que hay cabida para la expresión de las emociones asociadas a la pérdida (expresión que, ciertamente, con el paso del tiempo puede llegar a inhibirse en el caso de que otros supervivientes no toleren la emergencia emocional que lleva implícita). Parece que una ventaja de acudir al funeral es la facilitación del proceso de aceptación, y ésta podría ser quizá la meta con la que fueron originalmente ideados en tiempos remotos.
Empezar a hablar en pasado sobre la persona fallecida es una señal importante de haber asumido la pérdida. Como elemento terapéutico relevante, es importante que quien esté acompañando a una persona en las primeras fases del duelo se comunique con ella de un modo asertivo (con sensibilidad, respeto y aceptación incondicional), tratando de comunicar abiertamente la realidad del deceso. Quien lleve a cabo esta tarea, debe ser capaz de asumir reacciones difíciles en el superviviente, lo que no constituye una labor sencilla.
Sólo con la aceptación del hecho, puede tener inicio la gestión de la experiencia emocional. Este paso (la gestión) es quizá la tarea de duelo más cargada de connotaciones afectivas, y también la que puede generar mayores dificultades. A continuación abordamos esta fase y sus características principales.

Gestión de la experiencia emocional
Una vez asumida la realidad de la pérdida, el superviviente debe afrontar las emociones que se asocian a ella. Es frecuente que en estos momentos, la intensa emergencia de síntomas de tristeza o culpa propicie que los equipos sanitarios administren tratamiento farmacológico para proporcionar alivio, aunque esto no siempre es necesario y en todo caso va a requerir una precisa evaluación clínica.
Las emociones que acompañan al duelo son intensas, pero se consideran parte natural de un proceso a través del cual la persona ha de esforzarse por vivir una vida en la que el ser amado ya no está (tanto físicamente como simbólicamente). Así, aparecen emociones de tristeza e incapacidad para experimentar placer (anhedonia), culpa (tanto hacia la persona fallecida como hacia el superviviente o hacia Dios), miedo (especialmente en niños que han perdido a sus padres y experimentan sensación de desamparo), inseguridad (para asumir el rol que ocupaba antes la persona fallecida), etc.
También hay casos en los que el superviviente refiere un enorme malestar debido a que, con la muerte del ser querido, está experimentando emociones que considera inadecuadas. Es el caso de aquellas personas que dicen sentir alivio una vez producida la defunción. Suele ocurrir en aquellos casos en los que la muerte ha estado precedida por una enfermedad larga y dolorosa. Además, la patología crónica/grave facilita en quienes acompañan al enfermo una anticipación del duelo, por lo que las emociones pueden ser menos intensas de lo que algunas personas del entorno consideran adecuadas. Así pues, puede suceder que las críticas de los demás (o bien la propia revisión de los sentimientos atenuados) hagan propicia la aparición de la culpa.
Existen también procesos de duelo que la persona se ve obligada a superar en silencio. Se trata de esos casos en los que se produce una muerte de la que no se “debería” hablar, por generar polémica o vergüenza en el seno familiar. Son ejemplos de este tipo de muerte los suicidios (que a menudo conducen a un duelo patológico), los abortos o la pérdida de un amante al margen de las relaciones matrimoniales (relación prohibida). Estas pérdidas pueden requerir una intervención especializada, para que la persona encuentre el contexto adecuado en el que ventilar su experiencia emocional.
Algunas estrategias efectivas para aliviar las emociones asociadas al duelo son la escritura emocional (redacción de una carta dirigida al difunto en el que se expresan los sentimientos), o facilitar la comunicación simbólica con el fallecido a través de la técnica de la silla vacía (colocar dos sillas, una frente a la otra, que la persona habrá de utilizar alternativamente para representar los papeles de sí mismo y de su ser amado en una conversación donde se traten asuntos personalmente relevantes). En todo caso, propiciar la creación de un ambiente en el que se pueda hablar con seguridad sobre el fallecido es muy importante. Quien se comunique con una persona en este momento de su proceso de duelo debe mantener un tacto extremo, y saber tolerar las experiencias emocionales difíciles en los demás.
La confrontación de las emociones, y su progresiva aceptación conduce al superviviente a la asunción de nuevos retos. Entre ellos, muy especialmente, al de realizar cambios (si fuera necesario) dirigidos a atender las responsabilidades que correspondían a la persona fallecida (financieras, familiares, etc.). A ello dedicaremos las próximas líneas.

Adaptación a la vida cotidiana
Con la pérdida del ser querido, muchas de las funciones que éste cubría quedan inacabadas o no hay otra persona en la red social que cuente con las habilidades necesarias para realizarlas. Esto puede conllevar multitud de desajustes familiares (económicos, interpersonales o de otra índole), especialmente cuando durante la fase de mayor intensidad emocional tuvo lugar una dejación de funciones (en el caso de personas con cargas familiares importantes). Algunas personas también sienten estar comportándose como intrusos o faltando al respeto al familiar fallecido cuando se ocupan de las tareas que le correspondían durante su vida.
Cuando la persona fallecida asumía un rol central en el funcionamiento de la familia, su muerte puede generar una fuerte desestructuración de los cimientos interpersonales que mantienen al grupo unido. Así, es frecuente que en estos casos aparezcan conflictos familiares serios debido a la ausencia de una pieza clave en la mediación de los problemas relacionales. Estos hechos suponen un factor estresante añadido al dolor de la propia muerte, y en ciertos casos puede generar regresiones a fases anteriores en el proceso de duelo (emergencia de emociones intensas). Es necesario recordar que el dolor emocional puede avivar viejas heridas, despertando conflictos del pasado o haciéndonos revivir experiencias dolorosas que ya creíamos superadas. Es lo que ocurre en el caso de un duelo que, por su intensidad, nos hace recordar otros duelos que ocurrieron muchos años atrás. También la experiencia de duelos múltiples (los que ocurren de forma sucesiva en un periodo relativamente breve de tiempo) puede propiciar la re-experimentación de viejas situaciones de este tipo.
En todo caso, más allá de los correlatos emocionales que concurran en este momento del proceso de duelo, el aprendizaje de nuevas funciones supone una considerable oportunidad de desarrollo personal. Es cierto, también, que en determinadas circunstancias la asunción de nuevos roles/actividades puede generar una notable sobrecarga de trabajo (lo que conduzca inevitablemente a síntomas propios del burnout). Así, puede ser necesario ayudar al super-viviente a organizar el volumen de trabajo resultante en el seno familiar para evitar conflictos innecesarios. Ayudar a la persona a desarrollar una comunicación asertiva con los demás, a reforzar sus habilidades sociales o a aprender nuevos roles también pueden ser estrategias terapéuticas adecuadas para quienes acompañan a alguien en este momento del proceso de duelo.
La gestión de la experiencia emocional y el aprendizaje de nuevos roles suponen, por tanto, un paso ineludible para la elaboración del duelo. Seguidamente exponemos la última de las tareas señaladas por el modelo de Worden.

Integración del fallecido en la vida del superviviente
Aunque la muerte trae consigo un dolor inherente, la elaboración de la pérdida puede generar un importante crecimiento personal. Podría decirse que el fin último de la experiencia de duelo es, en realidad, ser capaz de recordar a la persona fallecida sin experimentar un dolor insuperable o sin que emerjan emociones difíciles e invalidantes.
Es esencial para toda persona que pierde a un ser querido llegar a integrar las vivencias con él en un recuerdo alegre y vital, asociado a las emociones positivas que se derivan de haber compartido muchas experiencias comunes. Se trata de dotar de sentido a la existencia de la persona fallecida y encontrar para ella un lugar permanente a lo largo del transcurso de la propia vida, de forma que el dolor deje paso al desarrollo de emociones positivas (así como la posibilidad de continuar con los proyectos existenciales que hubieran podido verse alterados durante la resolución del duelo).
La resolución del duelo supone la aceptación definitiva de la pérdida, pero ello no es óbice para que determinadas situaciones (aniversarios de la pérdida u otras fechas significativas) puedan provocar cierta melancolía o nostalgia. Es éste un fenómeno habitual y totalmente saludable, que puede persistir mucho tiempo después del fallecimiento y que no constituye por sí mismo un motivo de atención clínica. Rodearse de personas por las que se siente aprecio y que preferiblemente conocieran a la persona ausente, con el objetivo de compartir espacios en los que hablar sobre ella, puede dar el apoyo necesario para superar con éxito estas pequeñas crisis.

CIRCUNSTANCIAS ESPECIALES DEL DUELO
Cada duelo es diferente. Podría decirse que es absurdo hablar de experiencias comunes en el duelo, puesto que éstas van a depender estrechamente de las características de la persona que lo sufre. Aún así, cabe mencionar que determinadas circunstancias pueden dificultar notablemente la experiencia de duelo (suicidio, niños pequeños, viudedad, pérdida del vínculo con una persona con la que se mantenía una relación prohibida socialmente, problemática o ambivalente, etc.). Reservamos una reflexión sobre estas cuestiones para futuras actualizaciones del blog, puesto que exponerlas aquí excedería nuestros propósitos.

PSICOLOGÍA: LA TERAPIA RACIONAL EMOTIVA (TRE)

Una de las aportaciones más interesantes que se han llevado a cabo en lo relativo a la terapia cognitiva de los Trastornos Mentales es la Terapia Racional Emotiva (TRE), un modelo estructurado de tratamiento diseñado por Ellis (1976), que se ha aplicado a multitud de problemas clínicos obteniendo extensa evidencia empírica de su eficacia.
En el presente texto pretendemos realizar un breve análisis de sus conceptos esenciales, con el objetivo de que el lector pueda entender la lógica que subyace al modelo y la forma en que éste puede efectivamente aplicarse en contextos terapéuticos muy diversos.

Supuestos de la Terapia Racional Emotiva
El principal supuesto sobre el que se erige el modelo de TRE (que más bien constituye una filosofía integral del ser humano) es que toda emoción está vinculada estrechamente a un pensamiento, y que es la valencia de éste la que determina en última instancia la experiencia emocional. Así pues, la realidad no existiría como un espacio objetivo al margen del prisma del observador, sino que sería precisamente la persona que en ella se desenvuelve la que definiría la naturaleza de su propia realidad a través del modo en que la percibe. Es un hecho bien conocido que una misma situación puede generar respuestas emocionales distintas en las personas que la viven, aunque las implicaciones objetivas sean exactamente las mismas en todos los casos. En estos casos, el único elemento diferencial sería la valoración cognitiva, que actuaría como mediador entre la vivencia de la situación y la experiencia emocional. Es necesario subrayar, además, que la interpretación de la realidad es un elemento adaptativo esencial. De este proceso depende la comprensión de una realidad compleja y multifactorial.
Otro supuesto básico de la teoría de Ellis (estrechamente vinculado al anterior) es que en el ser humano tiende a predominar el pensamiento irracional (o lo que es lo mismo, lo opuesto a lo racional) cuando valora algún aspecto específico de su experiencia vital. Esto se debe a un mecanismo de economía cognitiva a través del cual la persona tiende a simplificar la realidad, obviando gran parte de los matices que resultan esenciales para entender una situación en profundidad (y usando como heurísticos emociones y valoraciones poco exhaustivas sobre los hechos). Los pensamientos irracionales se caracterizan por adherirse escasamente a la realidad objetiva, por su tendencia a los extremos, su inflexibilidad, su resistencia al cambio y su profunda capacidad de afectación en la esfera de lo emocional.
Por tanto, Ellis defendía que serían precisamente estos pensamientos irracionales los que serían responsables de la emergencia de alteraciones emocionales asociadas a situaciones de la vida. Incidía especialmente, como consecuencia directa de esto, en la exploración profunda de los pensamientos de sus pacientes (lo que requería un conocimiento hondo de la dinámica de la mente, una adecuada tolerancia a la frustración, una conducción directiva de las sesiones terapéuticas y un uso equilibrado/sensible del humor). Si algún aspecto de la teoría de Ellis ha trascendido más allá de los círculos científicos éste ha sido su A-B-C, un elemento que apresa la esencia de la TRE y que, por su gran contribución a la terapia cognitiva, nos proponemos detallar en lo sucesivo.

EL MODELO A-B-C
A: Las situaciones
La letra A, en la ecuación de Ellis, hace referencia a aquellas situaciones concretas a las que la persona se ve expuesta a lo largo de su vida. En esencia, se trata de contingencias desprovistas de toda interpretación emocional o cognitiva, que se adhieren únicamente a los elementos objetivos que las constituyen. Éstas pueden ser de naturaleza muy diversa (laboral, familiar, etc,), y en general recogen toda circunstancia que pueda concurrir en la vida de una persona.
El modelo de Ellis difiere de otros planteamientos (situacionistas, concretamente) en que no atribuye una potencial capacidad estresora a la situaciones, sino que en todo caso deriva la responsabilidad al individuo (en función de sus experiencias y su estilo cognitivo/atribucional). Por tanto (siguiendo los pensamientos del autor), las situaciones vitales no tienen capacidad, por sí mismas, de generar una impronta en el estado mental.
Como puede verse, según este autor el elemento causal de toda emoción no es la situación que le ha tocado vivir (al contrario de lo que generalmente las personas tienden a imaginar), sino que los pensamientos juegan un papel fundamental.

B: Los pensamientos
Los pensamientos hacen referencia al discurso interno a través del cual las personas interpretan constantemente las situaciones a las que se van enfrentando. Esta valoración constante obedece a la necesidad de apresar el sentido de la realidad, y permite a las personas sentirse seguras en su entorno. Los pensamientos actúan como elementos mediadores entre la situación y la respuesta emocional, y por ello es necesario tomar conciencia de la naturaleza de nuestras cogniciones para tratar de elaborar discusiones sobre su contenido para ajustarlo en la medida de lo posible a la realidad.
Los pensamientos irracionales constituyen una forma de elaboración mental que se caracteriza por su deficiente ajuste con los parámetros de la situación real. Algunos ejemplos podrían ser:
-          Valoración polarizada de las situaciones (siempre/nunca y todo/nada).
-          Extracción de conclusiones sin suficientes evidencias para ello.
-          Extracción de conclusiones generales a partir de información parcial.
-          Pensamiento catastrofista respecto al futuro.
-          Desear que todo debe ser perfecto para ser aceptable.
-          Creer que las demás personas siempre deben ser justas.
-          Minimizar toda evidencia de que uno posee algún atributo positivo.
Sea como fuere, los pensamientos irracionales revelan interpretaciones absolutistas, rígidas, negativas e inasumibles; mientras que los racionales son ajustados, flexibles, realistas y justos. La labor del terapeuta que proporciona tratamiento desde el paradigma de la TRE es explorar estos pensamientos y orientar al paciente hacia formas más ajustadas de entender la realidad.

C: Las consecuencias
Las consecuencias hacen referencia a resultados emocionales que se derivan de la experiencia personal. En el modelo de Ellis, la atribución del origen de las consecuencias juega un papel fundamental. Así, aunque la mayoría de personas tienden a atribuir sus emociones a las situaciones específicas a las que se enfrentan cotidianamente, en realidad éstas se asociarían a aquello que piensan respecto a la situación (a su discurso interno para interpretarla).
Las consecuencias pueden ser muy diversas, y generalmente hacen referencia a respuestas complejas (físicas, psicológicas y sociales). Algunas personas, por ejemplo, cuando se exponen a una situación que perciben como amenazante (social, personal, laboral o de cualquier otra índole) tienden a creer que la cascada de emociones percibidas (tanto físicas, como cognitivas y conductuales) son atribuibles a la situación objetiva, cuando en realidad responden a pensamientos muy concretos sobre esa misma situación y que sirven en última instancia para dotarla de un sentido personal. Así, los pensamientos irracionales, polarizados e inflexibles que se utilizan consistentemente para interpretar la realidad acaban por generar una forma global de percepción en la que predominan las emociones negativas. Estas emociones negativas facilitarán la aparición de trastornos del estado de ánimo, por lo que será necesario trabajar con el paciente para reflexionar sobre aquello que les da origen: sus pensamientos y creencias.

EL DEBATE DE LOS PENSAMIENTOS/CREENCIAS IRRACIONALES
Como hemos visto, el elemento esencial para comprender nuestra experiencia emocional reside en el discurso que mantenemos con nosotros mismos para entender la realidad, esto es, en los pensamientos que emergen ante situaciones concretas de la vida. Ya que habitualmente carecemos de control absoluto sobre aquellas vivencias a las que nos somete el día a día, todavía podemos tener cierto poder sobre nuestro estado emocional siendo conscientes de nuestros pensamientos y aprendiendo a modificarlos para disponer de una percepción más ajustada de la realidad, que alivie nuestras emociones más difíciles.
En el modelo de Ellis, el debate sobre nuestros pensamientos recibía la letra D, y junto a la E (experiencias emocionales resultantes) suponen el dominio esencial en el que puede centrarse una buena terapia cognitiva de trastornos mentales tan invalidantes como la Depresión Mayor, o las expresiones agudas/crónicas de la Ansiedad. Nos disponemos ahora a desarrollar en qué consisten exactamente la D-E de la ecuación completa del modelo de Ellis (A-B-C-D-E)

D: El Debate
Una vez entendido el modelo teórico que fundamenta la Terapia Racional Emotiva de Ellis (A-B-C), el siguiente paso es disponer de conocimientos precisos para incidir en la experiencia interna a través de la modificación de los pensamientos desajustados y las creencias irracionales. Esto requiere una atención minuciosa de lo que se siente, y un esfuerzo importante de auto-diálogo para poner a prueba la veracidad de lo que nos decimos a nosotros mismos en las situaciones que nos resultan particularmente difíciles.
La persona debe aprender a observar su actividad mental, el modo en que ésta discurre y cuales son las situaciones que disparan pensamientos que propician malestar. De este modo, conseguirá desarrollar habilidades de introspección que le permitan conocerse mejor y mediar en su experiencia interna. O en otras palabras, la persona adquiere poder sobre sus emociones y se diluye la creencia de que éstas dependen de coyunturas situacionales incontrolables.
En un contexto de tratamiento clínico, la labor del terapeuta orbita en torno a la atención minuciosa de los contenidos del pensamiento, así como al análisis funcional (qué los mantiene o los precipita). En este sentido, pueden utilizarse auto-registros para el paciente que permitan obtener información detallada de primera mano. Para la reestructuración de los pensamientos se opta por estrategias de corte cognitivo orientadas a motivar la reflexión de la persona y orientarla hacia la modificación de aquellos pensamientos contraproducentes e irracionales que están mermando su calidad de vida.

E: Nuevas consecuencias
Este punto supone el contrapunto al epígrafe C de la ecuación de la Terapia Racional Emotiva, esto es, el modo en que se diferencian las consecuencias para la persona en función de la naturaleza de los pensamientos (pensamientos racionales VS irracionales). Las nuevas consecuencias hacen referencia a cómo se siente una persona cuando se expone a las situaciones críticas que antes le generaban malestar (letra A), pero enfrentándose a ellas con una disposición cognitiva más flexible y racional (letra B).
Conseguir que el paciente reflexione sobre el contenido de los pensamientos, crea firmemente en su papel para mediar en ellos y obtenga, a partir de este punto, una mayor habilidad para extraer experiencias emocionales favorables es el objetivo esencial del tratamiento cognitivo centrado en este modelo teórico. Con esta modalidad terapéutica se hace posible facilitar un contexto vital adecuado para la resolución de conflictos emocionales que el paciente pudiera haber considerado irresolubles.

PSICOLOGÍA: EL CÁNCER Y SUS PRINCIPALES ESTRESORES

El cáncer engloba a un conjunto de enfermedades caracterizadas por un crecimiento anormal y descontrolado de las células de prácticamente cualquier tejido del organismo. Así pues, se trata de una anomalía en los procesos naturales de replicación celular, que tiene como consecuencia mutaciones específicas que implican la incidencia de alteraciones físicas severas que requieren tratamiento especializado. Debido a que se trata de enfermedades que vienen acompañadas de una percepción social de fatalidad inherente, es habitual que emerja toda una constelación de estresores que suponen obstáculos en el proceso de recuperación de la salud. En este artículo abordaremos esta cuestión, tan interesante como crucial.

PRINCIPALES ESTRESORES
Anticipación de la enfermedad
En muchas ocasiones la persona detecta, en un primer momento (antes del diagnóstico médico de la patología), alteraciones estéticas o funcionales que le hacen sospechar la presencia de una enfermedad grave (bultos en el pecho, sangrado en heces u orina, cansancio físico, pérdida de peso, etc.). Aunque se trata de hallazgos que generan un fuerte impacto emocional en el momento de su apreciación, muchas veces la persona teme acudir al médico por miedo a recibir un diagnóstico negativo y tiende a racionalizar cualquier síntoma (lo que eventualmente supone la confirmación del cáncer cuando se encuentra en fases avanzadas).
Es habitual que la persona que detecta síntomas físicos que le preocupan inicie una búsqueda a través de distintos medios (internet, p.e.) para explicar las razones que pudieran subyacer a los mismos. Esta búsqueda, en muchas ocasiones (sobre todo cuando se utilizan webs no especializadas) precede a la consulta médica y propicia toda una miríada de pensamientos que raramente suponen un alivio de la ansiedad.
La ansiedad anticipatoria a un posible diagnóstico supone el primer estresor asociado a la enfermedad oncológica: ensombrece el pronóstico de recuperación, obliga al diseño de un plan terapéutico más complejo e invasivo y propicia la aparición o exacerbación de muchos miedos que condicionan el modo en que la persona vivenciará el proceso de tratamiento.

Diagnóstico
Muchas personas que han sufrido o sufren una enfermedad oncológica coinciden en señalar que el diagnóstico de la misma supone el estresor más intenso de todos aquellos que propicia la experiencia con el cáncer. La realización de las pruebas exploratorias (algunas de las cuales pueden percibirse como invasivas), el tiempo que requiere su valoración en laboratorio, la programación de las citas con el médico, etc. suponen situaciones críticas que orbitan en torno al diagnóstico de la enfermedad y que cuentan con un enorme potencial estresor.
Aún con todo, es el momento de la confirmación de la patología el que supone un impacto emocional más intenso. El profesional sanitario juega un papel esencial en este momento, puesto que gran parte de las resonancias sobre el afecto van a depender del modo en que éste comunica la información sobre la enfermedad. Debido a que habitualmente la persona que recibe el diagnóstico se encuentra en un estado de shock emocional (dificultad para procesar información difícilmente integrable), el médico debe respetar el ritmo en que su paciente asume la información, mostrar una actitud empática, informar adecuadamente sobre el estado de la enfermedad, exponer las opciones terapéuticas disponibles y respetar la voluntad de no recibir más información (o ampliarla) si el paciente así lo hace explícito.
En definitiva, el diagnóstico supone una ruptura con la normalidad de la línea de vida e implica la necesidad de asumir nuevos hábitos relacionados con el tratamiento médico y el estilo de vida. Estos cambios suponen la necesidad de adaptarse a circunstancias novedosas, lo que en sí mismo supone una experiencia que requiere la puesta en marcha de múltiples recursos de afrontamiento. La disponibilidad de una adecuada red de apoyo social/familiar va a atenuar en gran parte las consecuencias asociadas a la confirmación de la patología (posibilidad de expresar contenidos emocionales difíciles al margen del contexto hospitalario, recepción de asistencia informal ante los condicionantes físicos impuestos por la enfermedad y su tratamiento, etc.), lo que además permitirá a la persona reforzar sus habilidades y fortaleza.

Síntomas de la Enfermedad
El cáncer es un conjunto de enfermedades graves que imponen fuertes restricciones en el funcionamiento cotidiano, derivadas en gran parte de los síntomas que se le asocian. Puesto que las patologías oncológicas pueden afectar a prácticamente cualquier tejido del organismo, los síntomas que pueden aparecer son muy diversos y será necesario concretar la extensión de la afectación para predecir y anticipar/prevenir su aparición.
A medida que la enfermedad evoluciona, los síntomas tienden a hacerse más intensos si la persona no se ha sometido a un tratamiento adecuado. Así, pueden aparecer problemas respiratorios (cáncer de pulmón, faringe, laringe, fosas nasales, etc.), digestivos (cáncer de estómago, colon, hígado, boca, lengua, esófago, faringe, laringe, senos paranasales, glándulas de la región oral, etc.), evacuatorios (cáncer de próstata, vejiga, útero, pene, etc.), endocrinos (cáncer de hígado, páncreas, tiroides, riñones, etc.), neurológicos (cáncer cerebral, médula espinal, etc.) y muchos otros, comunes a la mayor parte de los cánceres (motores, por dolor oncológico, etc.). Esto se debe a que los órganos afectados sufren alteraciones funcionales y estructurales importantes que, además, pueden extenderse a otras regiones del organismo y propiciar síntomas de mayor gravedad e intensidad (metástasis). Es por este motivo que resulta recomendable acudir a un especialista médico tan pronto como resulte posible, en el momento en que se detecte un síntoma que razonablemente pudiera hacer pensar en la enfermedad (y también cuando existan antecedentes genéticos, factores de riesgo o una  exposición constante a carcinógenos/mutágenos conocidos en el ámbito laboral y doméstico).
Sea como fuere, las limitaciones físicas impuestas por el desarrollo de la enfermedad suponen uno de los más importantes estresores a los que va a enfrentarse la persona. A menudo se hace necesaria una reestructuración de las funciones familiares/laborales que den cabida a las necesidades especiales que concurren en este momento de la vida, puesto que con frecuencia quien sufre la enfermedad puede experimentar impedimentos para desarrollar su rol con normalidad (lo que supone también otro importante estresor, como veremos más adelante).

Hospitalización
La hospitalización supone una privación importante de la autonomía personal. La persona que ingresa en un Hospital deja el cuidado de su salud a los demás (familiares / equipo sanitario) y se ve sometida a situaciones en las que su privacidad queda comprometida. Aunque la persona desee participar más activamente en su tratamiento, las decisiones terapéuticas obedecen a criterios clínicos que trascienden la voluntad del Paciente. Así pues, la pérdida de control percibido es notoria y puede propiciar sentimientos de malestar e infantilización.
Supone también un cambio importante en los hábitos cotidianos y un abandono temporal del trabajo y las responsabilidades familiares (además del propio autocuidado y el aspecto físico). La familia también ve alterado su funcionamiento normal, al desplazarse al hospital para cuidar del miembro ingresado. Debido a que el hospital es un contexto en el que se llevan a cabo múltiples pruebas, largas esperas y exploraciones médicas, no resulta generalmente un espacio agradable para el paciente en situación de hospitalización.
Es muy importante que el personal del hospital mantenga una relación estrecha, atenta y respetuosa con el paciente, y le proporcione los cuidados necesarios para amenizar su estancia tanto como sea posible (aliviando también su incertidumbre). Esto es todavía más importante en el caso de los niños que ingresan en el hospital, pues es prioritario flexibilizar las condiciones de acceso y permanencia de los familiares en la Unidad de Ingreso (Oncología Pediátrica), así como formar a los especialistas que atienden al menor para ayudarle a afrontar sus miedos y responder adecuadamente a las preguntas que pudieran formular ante su nueva situación vital. También en aquellos casos en los que el ingreso está motivado por un dolor oncológico especialmente agudo, será necesario proporcionar las soluciones analgésicas más eficaces para mejorar la calidad de vida durante la permanencia en la unidad hospitalaria (son muchos los hospitales que cuentan con un programa de tratamientos analgésicos específicos para el dolor oncológico, a menudo coordinados con otras unidades asistenciales).

Tratamiento y sus efectos secundarios
Otro de los estresores importantes relacionados con el cáncer está asociado al tratamiento de la enfermedad. El tratamiento médico de la enfermedad es absolutamente prioritario, y de él dependerán las posibilidades de supervivencia. Aún así, no debemos olvidar que éste puede ser agresivo (especialmente en aquellos casos en los que la enfermedad se encuentra en un estadio avanzado) y que puede ser necesario administrar otras formas de terapia que incidan en la reducción de los efectos secundarios.
Una de las aproximaciones terapéuticas más extendidas es la cirugía conservadora. Consiste en la eliminación (resección/exéresis) del tumor primario o de sus manifestaciones distantes (metástasis), así como de los tejidos circundantes al mismo (siempre tratando de conservar la mayor funcionalidad del órgano intervenido y sus regiones anexas). Los efectos secundarios de la cirugía van a depender de la extensión de tejido extraído, y el modo en que el organismo puede continuar funcionando con normalidad a pesar de la modificación de sus componentes. A menudo se hace necesario un tratamiento psicológico especializado para reducir las implicaciones sobre la salud mental de posibles deformaciones (carcinomas de cabeza y cuello, osteosarcomas, etc.) o amputaciones (siendo fundamental en el caso de las mastectomías radicales), que alteran el esquema corporal y cuya aceptación puede ser un reto para el paciente (incluyendo también la posibilidad de experiencias perceptivas que afectan a una región del cuerpo que ya ha sido eliminada por procedimientos quirúrgicos-órgano fantasma).
La quimioterapia también puede conllevar importantes efectos secundarios (aunque van a depender del tratamiento administrado y su dosis, ya que existen distintas modalidades para estos fármacos). Los más relevantes son la caída de pelo, el incremento en la incidencia de enfermedades infecciosas (por alteración del sistema inmunológico), las náuseas, los vómitos, el estreñimiento, la diarrea, las alteraciones bucales y la pérdida en la percepción del sabor (además de las molestias asociadas al reservorio). También la radioterapia tiene su potencial para generar este tipo de alteraciones (irritaciones de la piel, fatiga, cefaleas, etc.), especialmente cuando se organiza un tratamiento combinado asociado al avanzado estado de la enfermedad en el momento de su confirmación.
Cuando el tratamiento finaliza y se evidencian mejorías notables en el estado de salud, los contactos con el equipo médico se reducen sustancialmente. Pueden transcurrir meses hasta una nueva cita de seguimiento, y es bien sabido que esta situación genera un fuerte estrés e incertidumbre en la mayoría de Pacientes (así como sensación de abandono y desprotección).

Periodo de espera para la confirmación del diagnóstico
Uno de los momentos más estresantes para la mayor parte de personas que acuden al especialista para valorar la posible presencia de una enfermedad oncológica es el tiempo que transcurre entre la realización de las pruebas y la emisión del juicio clínico. En este periodo de tiempo (totalmente necesario, debido a la complejidad de los estudios de laboratorio) es probable que emerjan episodios de ansiedad de intensidad variable, junto a otras manifestaciones vegetativas que perduran en el tiempo y generan malestar (alteraciones digestivas, debilidad, etc.). Puede ocurrir también que las anticipaciones que lleva a cabo la persona sobre la probabilidad de sufrir una enfermedad la sumerjan en una forma de concienciación previa al diagnóstico, que lleva consigo pensamientos relativos a la muerte y sus consecuencias sobre la familia o amigos. En este contexto, la persona puede tener sueños cuyo contenido orbita en torno a estas preocupaciones, que en los casos más extremos dominan por completo la vida de la persona y suponen un importante impedimento para el desarrollo de otras actividades cotidianas. Finalmente, otro fenómeno frecuente es la búsqueda de información a través de medios digitales, que a menudo constituyen fuentes poco fiables que pueden agravar la ansiedad.

Miedo a consecuencias sobre la familia
Otro de los principales temores que encontramos habitualmente en personas que padecen cáncer oscila en torno a las consecuencias que su muerte podría tener sobre el núcleo familiar. Esta preocupación suele ser más intensa en personas que ocupan un rol relevante en el contexto de la red familiar, bien como sustentadores económicos o como pilares de su estabilidad emocional. Se trata de un sentimiento que emerge con frecuencia en el momento en que la persona roza el pensamiento o reflexiona sobre la posibilidad de morir, y empieza a contemplar la repercusión de su fallecimiento en otras personas próximas. Es precisamente en este momento del proceso en el que suelen redactarse las últimas voluntades, ocupando la persona gran parte de su tiempo en resolver cuestiones pendientes con los demás y solucionando cuestiones económicas/patrimoniales que pudieran complicar los procedimientos legales vinculados a la herencia. En caso de decidir no informar al paciente sobre su estado de salud existe la posibilidad de que estos asuntos no se cierren de forma adecuada, dejando temas pendientes y sin resolución.
Es también habitual que si las condiciones físicas lo permiten, el paciente oncológico vuelque sus esfuerzos en enseñar habilidades específicas a algún miembro de la familia que podría asumir en lo sucesivo las funciones del rol que el enfermo ocupa en el grupo (debido a que su salud no le permite llevarlo a cabo como lo hacía anteriormente). En caso de fallecimiento del Paciente, el aprendizaje de estas aptitudes formará parte de las etapas del duelo que los superviventes habrán de atravesar (léase artículo “El Proceso del Duelo” en nuestra web), mientras que la enseñanza de las mismas podría proporcionar paz interior a la persona cuyas preocupaciones orbitan en torno a los trastornos familiares que podría generar su muerte.

Miedo a la muerte o al dolor
Es habitual que las personas refieran miedo intenso al dolor que se pueda experimentar a lo largo del proceso que conduce al fallecimiento. Habitualmente, esta preocupación incluso trasciende al propio hecho de morir, que queda desplazado a una cuestión secundaria.
Es cierto que a menudo la muerte llega a la persona cuando las consecuencias físicas de la enfermedad alcanzan un grado tal que pasan a ser incompatibles con la vida; pero también es cierto que existe una importante concienciación entre los profesionales de la salud en torno al cuidado paliativo en los últimos momentos del proceso (lo que incluye la administración de tratamientos analgésicos diversos para la atenuación del dolor). Ciertos centros hospitalarios cuentan incluso con personal sanitario encargado específicamente de supervisar el dolor oncológico y proporcionar un tratamiento personalizado, lo que constituye un apoyo esencial en este momento de la vida. Los profesionales de la Psicología que ejercen su función en estos centros también abordan la problemática del dolor y, además de proporcionar herramientas para mejorar las estrategias de afrontamiento ante él, pueden articular otros tratamientos dirigidos a atender otras complicaciones que pudieran concurrir asociadas a la experiencia dolorosa (alteración del estado de ánimo, ansiedad, etc.).
Así pues, todos los esfuerzos terapéuticos están dirigidos a facilitar el proceso de morir evitando el dolor en la medida de lo posible (o el de convivir con la enfermedad y el dolor); algo que suele lograrse exitosamente en un porcentaje elevado de casos.

Pérdida de capacidades
A menudo, los correlatos físicos del cáncer implican una importante pérdida de autonomía debido a alteraciones orgánicas o funcionales. Son habituales, por ejemplo, las dificultades para alimentarse con normalidad, pensar con claridad, decidir sobre cuestiones cotidianas, planificar el día a día, desplazarse o incluso dormir. Esta pérdida afecta profundamente a la percepción de uno mismo y suele propiciar la cesión del cuidado sobre la salud a otras personas significativas del entorno (lo que resulta muy desagradable especialmente en aquellas personas que a lo largo de su vida han asumido un rol de independencia). En el contexto de la pérdida de capacidades, a menudo es necesario abandonar el puesto de trabajo y las responsabilidades domésticas, lo que supone una pérdida de fuentes de vinculación social, gratificación y distracción que favorecen la emergencia de pensamientos ansiógenos (así como cierto aislamiento y desinterés por desarrollar las actividades habituales).
Es necesario tratar de garantizar que la persona con cáncer siga desarrollando actividades importantes en función de sus limitaciones físicas (o cognitivas), ya que ello reducirá su ansiedad y evitará la aparición de sentimientos de inutilidad que erosionen su autoestima. A lo largo del proceso de recuperación (en aquellos casos en los que existe un margen terapéutico suficiente) la persona podrá asumir nuevamente sus funciones habituales, por lo que puede ser adecuado fortalecer la idea de la provisionalidad de todo cambio asociado a su patología. Así pues, la gestión de las emociones por parte de la familia y el propio paciente es una cuestión esencial en este momento de la vida.

Pacto de Silencio
Una situación habitual que se encuentra en la enfermedad oncológica es el pacto de silencio que establece la familia con el objetivo de evitar que cualquier información sobre el estado de salud trascienda directamente al familiar enfermo, con el objetivo de evitar cualquier perturbación del ánimo que ello pudiera ocasionar (especialmente en aquellos casos en los que el pronóstico no resulta alentador).
Realmente, el proceso de comunicación con el enfermo de cáncer es delicado y requiere un elevado grado de empatía y conocimientos técnicos. Éste comprende la actualización de información sobre el estado de salud en función de las pruebas realizadas y la evidencia sobre el pronóstico, así como una actitud comprensiva y cálida. La información debe suministrarse respetando el ritmo de asimilación de la persona que la recibe, así como limitando la intervención a aquellos aspectos de la enfermedad sobre los que desea ser informado. En todo caso la familia no está obligada a facilitar la información ni siquiera al familiar implicado, por lo que el profesional médico debe mantenerse al margen de estas decisiones (que corresponden al núcleo familiar) a no ser que el propio enfermo haga explícito al equipo sanitario su voluntad de acceder al historial médico que contiene la evolución de su estado de salud.
Es frecuente que los pactos de silencio incrementen los niveles de ansiedad del enfermo oncológico, especialmente cuando éste percibe que se oculta información (susurros, conductas especialmente condescendientes, etc.) sobre su pronóstico. La persona que se encuentra en esta situación es muy sensible a las señales externas que emiten las personas de su alrededor, ya que puede estar buscando información que reduzca su sensación de incertidumbre.

Recidiva
La recaída en esta enfermedad (reaparición del cáncer) es uno de los momentos más críticos que pueden concurrir en la vida de una persona. Habitualmente, viene acompañado de una sensación de fatalidad e indefensión aprendida, ya que la persona podría haber estado retomando las riendas de su vida después del árido proceso de terapia. Con la reaparición de la enfermedad, se inicia de nuevo el proceso de exploración médica y diagnóstico, así como la articulación de un tratamiento adecuado al estado de salud. Se cuenta con la ventaja de disponer de conocimientos sobre los antineoplásicos de mayor eficacia para el caso particular del Paciente, que ya ha tenido experiencia personal con la enfermedad.
Es importantísimo que en los casos de recaída el equipo de Psicología disponga de todos sus recursos para abordar las implicaciones emocionales asociadas a este momento, promoviendo así una disposición activa en el proceso de recuperación que podría haberse alterado en caso de desánimo (lo que siempre mejorará el pronóstico). La calidez, la empatía, la atención plena y la escucha activa juegan aquí un rol de relevancia extrema.
Es necesario recordar que las recidivas del cáncer no deben ocurrir necesariamente, aunque siempre existe un riesgo en aquellas personas que se encuentran libres de enfermedad tras el tratamiento médico. Seguir con una vida activa, saludable y gratificante reducirá mucho las posibilidades de recurrencia de esta enfermedad.