PSICOLOGÍA: TRAUMA Y TRASTORNOS DISOCIATIVOS

Sara, una joven estudiante universitaria, camina absorta a través de su recorrido habitual hacia casa. Divaga entre sus pensamientos mientras una canción de James Blunt bombardea con fuerza sus tímpanos. De repente, algo llama su atención. Unos metros más allá un vehículo fuera de control trata de maniobrar sin éxito para no arrollar a un transeúnte que, como ella, pasea tranquilamente por la ciudad. En apenas un segundo una trágica secuencia se sucede: el coche invade la acera, sus ruedas chirrían por la tardía fricción y un golpe seco precipita el cuerpo inerte del viandante anónimo contra la fachada. Sara, que observa la escena desde la distancia, siente en sus adentros un horror indescriptible: aquella vivencia crítica, en la que perfectamente podría haber asumido un papel protagonista, se clava profundamente en su conciencia.

¿QUÉ ES UN TRAUMA?
Definiríamos como trauma psicológico un acontecimiento vital que, por sus particularidades, genera un profundo malestar emocional en quien lo experimenta. En el caso citado más arriba, Sara no sufre en su propia piel las consecuencias directas del suceso (un accidente de tráfico concretamente), pero el simple hecho de ser testigo del mismo ya le provoca una profunda herida emocional. En la literatura científica se han descrito múltiples situaciones que pueden ser perfectas candidatas para su clasificación suceso traumático, tanto cuando son vividas personalmente como narradas por otros u observadas directamente (violaciones, agresiones físicas con peligro percibido para la vida, accidentes o catástrofes, etc.). En todos los casos la persona consigue sobrevivir al suceso, pero de algún modo su efecto persiste en la vida de la misma alterando en lo sucesivo su estructura mental de formas muy diversas. Aunque es cierto que la mayoría de las personas que viven un suceso traumático consiguen por sí mismas desarrollar las estrategias de afrontamiento necesarias para amortiguar con éxito el efecto pernicioso de éste sobre la vida interna, en algunos casos pueden debutar problemas de diversa naturaleza: trastornos de ansiedad (trastorno de estrés postraumático, p.e.), trastornos disociativos, etc. Estos últimos serán el objeto principal de nuestro artículo.
Características generales del Trauma
Como hemos visto, existe una amplia variedad de situaciones vitales que podemos considerar traumáticas a priori. Aun así, todas comparten un elemento común que permite categorizarlas: suponen una ruptura subjetiva de la visión del mundo y la escala de valores personales. Un trauma, por ejemplo, puede hacernos súbitamente conscientes de nuestra vulnerabilidad. También puede desgarrar las hondas creencias de seguridad que tenemos respecto al mundo y que nos permiten funcionar en él sin experiencia de ansiedad ni expectativas catastróficas. Sea como fuere, cualquier suceso traumático puede suponer un desgarro en el tejido de nuestras creencias más profundas o comprometer los valores mantenidos sobre la realidad… Sara, concretamente, vivió una experiencia que disolvió su percepción de seguridad en el mundo.
Raramente una persona se plantea su propia finitud sin un estímulo fehaciente que propicie esta reflexión (sufrir una enfermedad grave, p.e.), por lo que un suceso que la hace tangible puede suponer un notable desajuste en el equilibrio psíquico mantenido hasta el momento.
Más allá del estudio de las situaciones concretas que pueden generar un trauma (entre las cuales destaca claramente el abuso sexual infantil), muchos investigadores también se han esforzado por dilucidar características generales de la situación que incrementan el riesgo de desgarrar la narrativa vital de quien se enfrenta a ellas. Por un lado, el hecho de que se trate de un acontecimiento inesperado aumenta el riesgo de alterar profundamente la vida mental. Existen múltiples evidencias de que las situaciones difíciles que acontecen tras un periodo previo de preparación son más fácilmente afrontadas por la persona, pues la carga emocional inherente a ellas se procesa así progresivamente (enfermedad terminal de dilatada evolución en un ser querido que propicia en el superviviente un duelo anticipado, p.e.). En cambio, una pérdida súbita supone un esfuerzo mental extraordinario cuyo objetivo es digerir la realidad sin contar con el tiempo suficiente para gestionar las exigencias emocionales impuestas por la situación. También existe acuerdo generalizado en que las situaciones de violencia generadas voluntariamente por el ser humano son las que suponen un mayor impacto para la vida emocional de quienes las sufren. En esta categoría se incluirían sucesos tan dispares como los conflictos bélicos, las agresiones físicas o sexuales, los robos en los que se ejerce violencia contra la persona, etc.
El Trauma y el procesamiento de la información
Cuando nos enfrentamos a cualquier experiencia altamente estresante, nuestro organismo reacciona emitiendo una respuesta electroquímica inmediata que constituye la primera línea de defensa ante la adversidad (cortisol, adrenalina, etc.). Con mucha frecuencia, todas estas reacciones fisiológicas están asociadas a la actividad de la amígdala (estructura neurológica profunda que coordina experiencias emocionales como el miedo) y a otras regiones límbicas (como el hipotálamo o la hipófisis) que se encargan de regular la respuesta del Sistema Nervioso Autónomo (hiperventilación, sudoración, etc.) y de precipitar la secuencia hormonal del cortisol (eje hipotálamo-hipofisiario-adrenal).
Existe evidencia de que una activación emocional abrumadora puede intervenir decisivamente en los procesos de memorización de la experiencia. De este modo, cuando un acontecimiento traumático tiene lugar, la elevada activación emocional puede bloquear el procesamiento del estímulo e inhibir su consolidación en la memoria. Este fenómeno es habitual en el trastorno de estrés postraumático (TEP), siendo los flashbacksque en él emergen intentos del sistema nervioso por integrar la experiencia en la lógica narrativa.
En el caso de los trastornos disociativos no sólo se ve afectada la integridad de la memoria en la estructura mental; sino también la propia conciencia, la identidad y la percepción. De hecho podría entenderse la disociación como la laxitud de ciertos elementos cognitivos que precisan inter-relación para funcionar coherentemente. En lo sucesivo ahondaremos en el fenómeno disociativo y finalizaremos el presente artículo esbozando las características generales de los principales trastornos que se enmarcan en la expresión patológica de éste.

LA DISOCIACIÓN
La disociación es un mecanismo de defensa que emerge ante la vivencia de una situación traumática y como consecuencia directa de ella. El objetivo principal de ésta sería evitar que el acontecimiento se integre en el flujo natural de la conciencia, puesto que por su naturaleza perniciosa implicaría un riesgo para la integridad emocional de la persona. En este sentido, el riesgo se traduciría en un atentado contra los valores y las creencias esenciales que sirven a la persona como elementos heurísticos o guías vitales para conducirse con éxito a sí misma. La experiencia disociativa mantendría a la persona provisionalmente separada de la realidad que la envuelve, con el objetivo de facilitar una interpretación progresiva y a posteriori de la misma (reduciendo así el impacto emocional inicial del suceso y la consecuente descompensación). Así, la disociación sería una reacción restringida temporalmente y con potencial adaptativo.
Siguiendo esta perspectiva adaptativa de la disociación, existe un acuerdo general entre los miembros de la comunidad científica en que los procesos disociativos son una experiencia habitual que muchas veces no implica patología alguna. Los trastornos disociativos suponen una realidad diametralmente distinta, en la que este fenómeno generalmente inocuo deja de tener propiedades adaptativas para convertirse en un auténtico problema de salud mental. La persona que sufre un trastorno de este tipo puede experimentar un sensible desapego de la realidad circundante (vivirla como si fuera irreal), tener dificultades para acceder a información autobiográfica que debería encontrarse preservada por su importancia/recencia, etc.

LOS TRASTORNOS DISOCIATIVOS
A continuación vamos a revisar los distintos trastornos disociativos según su clasificación en los principales manuales diagnósticos utilizados por la comunidad internacional de profesionales de la salud mental (DSM y CIE), haciendo especial hincapié en sus características clínicas y particularidades. Todos ellos se caracterizan por una pérdida en la integración de funciones esenciales como la emoción, la identidad, los contenidos mnésicos y/o la conciencia. Como hemos comentado, tienen su origen en acontecimientos psicosociales altamente estresantes (sucesos traumáticos) que sirven como elemento detonante de la sintomatología clínica (que puede presentarse de forma abrupta o insidiosa, y mantenerse temporal o indefinidamente).
Amnesia Disociativa
En la amnesia disociativa encontramos que la persona es incapaz de evocar un recuerdo que, por el tiempo transcurrido y su importancia, debería encontrarse preservado en la memoria (el fenómeno no puede explicarse a través de los mecanismos del olvido ordinario). Cuando se realizan exploraciones médicas no se encuentra una lesión que pudiera explicar el síntoma. Se trata, junto al Trastorno de Despersonalización, de la expresión de patología disociativa más común. Es frecuente en mujeres que han sido víctimas de abuso sexual, niños que han sufrido violencia en el entorno doméstico y población víctima de conflictos bélicos militares/civiles, catástrofes naturales, etc. No se encuentran dificultades para almacenar el recuerdo, sino para evocarlo (puesto que con el paso del tiempo éste puede ser accesible de nuevo).
Se han descrito clínicamente diversos subtipos de amnesia disociativa (también conocida como amnesia funcional) en función de las particularidades de su expresión clínica. Por un lado, encontramos también casos en los que la dificultad/imposibilidad para evocar el recuerdo se circunscribe a un único episodio vital muy breve (generalmente el relacionado con el suceso traumático que detonó el trastorno), mientras que en otros la persona no puede acceder a ningún momento pasado de su autobiografía (amnesia subtipo generalizada). Por último, en el subtipo continuo se observarían dificultades severas para crear nuevos recuerdos posteriores al trauma, lo que supondría una analogía sintomatológica (que no etiológica) con la amnesia anterógrada que se precipita tras lesiones cerebrales temporoparietales (hipocampales).
En la amnesia disociativa se encuentran preservadas funciones cognitivas como el lenguaje y el razonamiento así como el acervo de conocimientos generales sobre la realidad histórica/social acumulados a lo largo de la vida, por lo que la persona no percibe excesivamente alterado su funcionamiento más allá de los impedimentos generados por la amnesia. Sólo en algunos casos puede hacerse explícito el síndrome de Gánser, cuya característica esencial es la emisión de respuestas aproximadas (nunca exactas) ante la formulación de preguntas cerradas (2+2=5, p.e.). También la identidad personal suele mantenerse coherentemente integrada, aunque en ocasiones se observa una ligera/moderada desorientación (personal, espacial y temporal).
Los síntomas suelen resolverse espontáneamente con el paso del tiempo, muchas veces sin la necesidad de un procedimiento terapéutico dirigido específicamente a ello. Se ha observado que la recuperación de los recuerdos puede ser progresiva (no abrupta) en algunos casos y que raramente se observan lagunas amnésicas que perduren de forma crónica.
Fuga Disociativa
La Fuga Disociativa se caracteriza por una pérdida no sólo de la memoria personal (recuerdos autobiográficos), sino también (en algunas ocasiones) de la propia identidad. En estos casos, la persona puede viajar lejos de hogar e incluso empezar una vida en su nuevo emplazamiento totalmente distinta a la que estaba desarrollando hasta la aparición de los síntomas. Puede ocurrir ocasionalmente que quien sufre una Fuga Disociativa asuma como propia una nueva identidad (nombre, oficio, familia, etc.), lo que conlleva una recreación del pasado y la historia personal que se adapta a las exigencias del nuevo contexto social en el que se sitúa la persona (lo que además impide que el entorno pueda reconocer la presencia de un trastorno mental). Se ha encontrado que en el origen de esta forma de disociación suelen encontrarse estresores psicosociales muy complejos (y de dilatada evolución) que afectan a distintas áreas de la vida (laboral, familiar, etc.) y que pueden incluso remontarse a la infancia.
El inicio suele ser muy brusco e inmediato a la experiencia traumática. También se observa con frecuencia que la persona estaba experimentando elevada ansiedad o síntomas depresivos subclínicos (tristeza) durante varios meses con anterioridad al episodio de fuga. Al igual que en el caso de la amnesia disociativa, la resolución de los síntomas puede ser espontánea incluso en ausencia de tratamiento profesional. Sólo en muy escasas ocasiones se aprecian síntomas residuales en forma de amnesias lacunares circunscritas en torno a lo acontecido durante el episodio de fuga, que pueden perdurar crónicamente.
Trastorno de Identidad Disociativo
Se trata de una entidad clínica que ha recibido mucha atención popular, especialmente por lo llamativo de su sintomatología. Se han escrito diversas obras narrativas sobre ella (“Las tres caras de Eva” es un célebre ejemplo) y no son pocas las películas (e incluso series de televisión, como “United States of Tara”) que abordan esta realidad desde perspectivas muy dispares (algunas de ellas dejándose llevar por la eventual espectacularidad del trastorno).
La persona que sufre un trastorno de identidad disociativo (antes conocido como personalidad múltiple) manifiesta una alteración severa en la integración de la identidad, la memoria, la emoción y la conciencia en un todo coherente. El síntoma más llamativo es, sin ningún género de duda, la emergencia de distintas personalidades (bien diferenciadas en cuanto a la percepción de sí mismas y el entorno) que alternan su aparición en la vida psíquica de la persona y que se expresan a múltiples niveles (cognitivo, conductual, emocional, social, etc.). Aunque la personalidad original suele verse preservada, en muchos casos ésta adopta una actitud de debilidad y ausencia de control ante la aparición del resto de identidades. Estas identidades, además, tienen su propio patrón de sentimientos y una actitud social coherente con ellos, aunque suponga que su forma de sentir y conducirse en el medio constituya un conflicto frontal evidente con el resto de las personalidades. Así pues, los síntomas generan un profundo impacto en la intimidad familiar/social de quien sufre el trastorno (que a menudo se siente muy confuso y desorientado al ser incapaz de recordar lo que alguna de sus personalidades alternativa dijo o hizo mientras asumió el control en otro momento). Es relativamente frecuente que una de las identidades alternativas muestre una actitud diametralmente opuesta a la que la persona ha mostrado consistentemente a lo largo de su vida, y que ésta sea, además, la que presenta un mayor dominio para recurrir al control de la persona.
En cuanto a la memoria (que también suele encontrarse alterada en el trastorno de identidad disociativo) se han descrito situaciones muy diversas. Por un lado, existen casos en los que no se aprecian recuerdos compartidos entre ninguna de las identidades (amnesia simétrica). En otros, en cambio, se observa como una de las personalidades (generalmente la que ostenta un mayor poder) es consciente de todo cuanto las demás piensan y hacen (amnesia asimétrica). La identidad que asume el control (o aparece con mayor recurrencia) también se siente libre para juzgar al resto de las personalidades del abanico expresivo, mostrando un conocimiento profundo de sus inquietudes, necesidades y miedos.
Cuando se revisa la literatura científica para explorar el origen de este trastorno, encontramos un acuerdo bastante generalizado en que el principal factor de riesgo es el abuso sexual constante durante la infancia (como demuestra la exploración de la historia de vida de quienes presentan una identidad disociativa). Además, el hecho de que esta forma de maltrato haya sido llevada a cabo por alguien que ejercía un papel de afecto sobre la persona en su niñez (generado una discrepancia percibida entre la confianza y la situación de abuso) potencia todavía más la probabilidad de que se desencadene esta nebulosa sintomatología. Algunos autores achacan a la experiencia de este vínculo contradictorio de afecto y abuso la principal responsabilidad en cuanto a la potencial aparición de una disociación patológica. Se observa en la identidad disociativa que el trauma experimentado no puede circunscribirse a un único momento temporal, sino que la situación crítica ha venido sufriéndose de forma constante durante años (acentuándose el malestar cuando además, nadie cree en la veracidad del relato de todo lo vivido). Todo lo comentado más arriba, junto a una predisposición psicobiológica a manifestar síntomas disociativos como mecanismo de defensa ante el estrés, abona el terreno para la aparición posterior del trastorno durante la vida adulta.
A diferencia de otros trastornos disociativos abordados en este mismo artículo, el Trastorno de Identidad Disociativo no mejora espontáneamente por sí mismo (aunque pueden apreciarse altibajos sintomáticos) y requiere atención especializada dirigida a mejorar la calidad de vida.
Trastorno de Despersonalización
Las personas que presentan un trastorno de despersonalización sufren episodios recurrentes (cuya duración puede oscilar desde algunos segundos a varios meses) en los que se perciben a sí mismos (su cuerpo, sus pensamientos, etc.) como una realidad distanciada y desprovista de cualquier atisbo de conexión. Puede ocurrir, por ejemplo, que observen cuanto les rodea como si se tratara de una ficción o un sueño en la que ellos participan sólo como autómatas. Durante los episodios de despersonalización se pueden sentir distanciados de su cuerpo o partes específicas de él o incluso percibirse como un simple espectador externo de su vida mental y emocional. La sensación puede resultar perturbadora y generar un fuerte malestar (a pesar de que el sentido de la realidad se mantiene intacto, siendo consciente la persona en todo momento de que los síntomas son producto de una interpretación subjetiva del entorno y de uno mismo).
Son comunes en el contexto de los episodios de despersonalización ciertas alteraciones de la percepción, como las macropsias/micropsias (dos variedades de dismegalopsia que implican ver las cosas más grandes o pequeñas de lo que en realidad son) o sentir como inanimadas a las personas del entorno, incluso las que son más familiares o conocidas. En muchas ocasiones la aparición del episodio se asocia a una experiencia emocionalmente difícil, por lo que resulta posible anticiparlo. Algunos autores han encontrado que las personas con este trastorno tienen mayores dificultades para procesar la experiencia emocional, lo que se hace explícito en los patrones anómalos de activación de la amígdala (estructura cerebral subcortical) durante la exposición a estímulos afectivamente significativos.
El diagnóstico clínico (su consideración como fenómeno patológico) sólo se realizaría cuando el síntoma ocurriera de forma persistente y afectara sustancialmente la calidad de vida de la persona o su entorno próximo (lo que se estima que ocurre aproximadamente en el 2% de la población). Los episodios aislados no son sugerentes, por sí mismos, de patología mental. Además, es necesario diferenciarlo de la despersonalización que puede producirse en el contexto de otros muchos cuadros clínicos (como la esquizofrenia -en la que además sí se observa una alteración del sentido de la realidad-, la epilepsia -especialmente en el aura que precede a las crisis comiciales- o los trastornos de pánico -en los que se presenta como síntoma agudo muy frecuente durante las crisis-).

Puedes acceder al artículo original en el Blog de IVAPSAN

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