PSICOLOGÍA: EL DUELO PATOLÓGICO

La experiencia de duelo constituye, sin ningún género de dudas, una inflexión importante en la línea de vida de cualquier ser humano. La persona superviviente ha de atravesar un proceso complejo cuyo fin último supone aceptar la realidad de la pérdida e integrar al ser querido en la vida que continúa sin su presencia física. Aunque se trata generalmente de un proceso complejo que requiere una inversión generosa de esfuerzo y tiempo, múltiples investigaciones han conseguido aislar una serie de variables que podrían dificultar la resolución del mismo. La exposición de las mismas supone el objetivo principal del texto que nos ocupa.
Los problemas en el proceso de duelo constituyen lo que comúnmente se conoce como duelo patológico, una realidad cuya conceptualización clínica continúa manteniendo cierta polémica debido a la multiplicidad de modos en que un individuo determinado puede hacer frente a una circunstancia tan crítica de su vida (por lo que resulta extremadamente complejo fijar de antemano cualquier criterio que pudiera determinar con precisión que su experiencia personal se incardina en el territorio de lo patológico). Aún así, parece haber cierto consenso en que el duelo patológico es el resultado de una obstrucción en el proceso natural que conlleva a su eventual resolución, pudiendo manifestarse emociones muy invalidantes de modo persistente.
Respecto a la naturaleza de estas emociones tan intensas, muchos autores proponen que se trata de las mismas que frecuentemente aparecen en todas las personas que se enfrentan al duelo, pero con una intensidad todavía mayor. Así pues, la diferencia entre un duelo normal y uno patológico sería una cuestión cuantitativa (no cualitativa). Entre las principales emociones destacan la tristeza, la rabia, la culpa, el miedo, la incertidumbre, etc. junto a otras como la fatiga, la desesperanza, la nostalgia y la melancolía. Todas ellas son el resultado del esfuerzo adaptativo que lleva a cabo la persona para adaptarse a circunstancias vitales muy complejas. A continuación trataremos de analizar las principales variables que consistentemente se han asociado a un mayor riesgo de experimentar un duelo patológico.

CIRCUNSTANCIAS RELACIONADAS CON EL DUELO PATOLÓGICO
Son muchas las variables que de forma consistente se han asociado con la obstrucción del proceso natural de resolución del duelo. Sin la pretensión de ser exhaustivos, en este artículo destacaremos las más relevantes y reflexionaremos sobre ellas con la voluntad de esbozar una perspectiva general sobre la cuestión.
Existe evidencia de que el grado de proximidad del superviviente con el difunto es una de las variables más críticas para explicar la emergencia de síntomas relacionados con el duelo patológico. De hecho, muchos modelos situacionistas sobre el estrés colocan en la cúspide de las vivencias abrumadoras el fallecimiento de personas tan próximas como un hijo o la pareja sentimental. Cuanto más sólido es el vínculo con la persona fallecida más intenso es el proceso de adaptación a su pérdida, y mayores exigencias adaptativas deberá afrontar el superviviente para resolver sus nuevas contingencias vitales (lo que obstaculiza la normal transición en el proceso de duelo).
Otra variable importante a tener en cuenta compromete también la calidad del vínculo con el fallecido, pero en este caso por su naturaleza negativa o ambivalente. Existe amplia evidencia de que resulta más difícil superar un duelo cuando la relación que se mantenía con la persona fallecida estaba trufada de rencores y negatividad. En esos casos, pueden quedar muchas cuestiones personales sin resolver que de algún modo condicionen la experiencia de duelo a través de emociones difíciles como la culpa o la vergüenza. En estos casos, la persona suele arrepentirse profundamente de no haber tenido el valor suficiente para gestionar aquellos acontecimientos que quedaron pendientes de abordar con el fallecido, de modo que éstos asumen una dimensión nueva y distinta a medida que se va reflexionando sobre ellos a lo largo del proceso de duelo. Tratar estas cuestiones con la persona que solicita intervención asume una importancia capital, pues se trata de un importante factor de riesgo para el posterior desarrollo de un duelo patológico.
Por otra parte en nuestro entorno social es relativamente habitual que, debido a un miedo cerval a que un familiar enfermo no disponga de las herramientas necesarias para asumir un diagnóstico cuyo pronóstico resulta poco alentador, la familia evite a toda costa comunicar a la persona la realidad de su situación vital (cáncer, enfermedades cardiovasculares, etc.). En estos casos además de abonar un terreno propicio para un doloroso pacto de silencio en el seno familiar, puede ocurrir que la muerte sobrevenga sin que la persona enferma haya tenido tiempo para solucionar asuntos personales que consideraba pendientes. También esta circunstancia puede generar fuertes sentimientos de culpa en la persona superviviente, e incluso tensiones en el ámbito familiar por desacuerdos sobre el modo en que se procedió. La polémica sobre la cuestión de informar a la persona enferma de su condición médica continúa siendo hoy un tópico en auge en el contexto de los cuidados paliativos, y quizá requiere un abordaje muy personalizado en el que se valoren variables de muy diversa naturaleza (como el estado mental del paciente, la capacidad comunicativa de la familia y un largo etcétera).
Generalmente, las muertes inesperadas suelen generar mayores dificultades adaptativas para el superviviente que aquellas que se producen tras un largo proceso de preparación (por una enfermedad terminal, por ejemplo). Así pues, cuando la muerte sobreviene de forma abrupta, los supervivientes pueden tener mayores dificultades para procesar la realidad de la situación y llegar a integrar la pérdida de forma saludable. En cambio, cuando el deceso es el resultado final de una condición médica incompatible con la vida y de larga duración, la familia ha podido tener tiempo suficiente para procesar el duelo con antelación a la muerte (anticipación del duelo). En todo caso, cuando se explore el estado mental de una persona que se encuentra enfrentándose a una pérdida significativa, será necesario contemplar la posibilidad de que este proceso previo pudiera haber atenuado la reacción natural ante la muerte de un ser querido y el modo en que esto es interpretado por la persona (culpa al no experimentar el dolor que resultaría “esperable” dadas las circunstancias, por ejemplo). En otras ocasiones, las personas pueden llegar a experimentar alivio tras la muerte de un ser querido cuando la salud de éste se había resentido enormemente como parte del proceso de una enfermedad médica grave. En estos casos, el alivio puede ser reinterpretado de forma negativa y el superviviente llega a manifestar vergüenza de sentirse del modo en que lo hace. Incidir en que el duelo es una experiencia cargada de alta subjetividad e idiosincrasia puede ayudar en estos casos, llegando la persona a aceptar con naturalidad sus emociones respecto a la ruptura del vínculo.
Otra variable que a menudo ha sido considerada como un factor de riesgo en cuanto al desarrollo de un duelo patológico es cuando la muerte se ha producido como resultado de un evento violento propiciado por el ser humano (homicidios, accidentes por negligencia, etc.). Siguiendo los estudios que exploran los condicionantes que intervienen en el desarrollo de un trastorno por estrés postraumático, muchos autores sugieren que aquellas circunstancias traumáticas que han sido provocadas por el ser humano tienen una mayor capacidad para generar resonancias fisiológicas y cognitivas que abonen el terreno para la emergencia de patologías incluidas en la categoría de los trastornos de ansiedad (en las cuales se encuentra incluido el Trastorno por Estrés Postraumático). En aquellos casos en los que el difunto ha sido víctima de atentados, guerras, etc. de fuerte impacto social (como los atentados del 11-S por citar un ejemplo) el superviviente puede ver exacerbado su dolor en el momento en que la sociedad “olvida” las circunstancias que rodearon a la muerte de su ser querido, pudiendo experimentar soledad y sensación de abandono.
Es necesario considerar también que el duelo patológico comparte síntomas característicos de los trastornos de ansiedad severos, como el Estrés Postraumático citado previamente. Así pues, puede ser habitual la presencia de sueños en los que la persona fallecida se comunica con el superviviente o en el que se reviven circunstancias que orbitan en torno al momento de la muerte. En este sentido, cuando el fallecimiento se produjo en un lugar distante al que se encontraba el superviviente (y por tanto, éste no pudo participar en los rituales de despedida socialmente establecidos) resulta más difícil asumir la realidad de la pérdida (que es el paso inicial en el proceso de toda elaboración del duelo) y también es más habitual que la persona dedique su tiempo a construir mentalmente una escena que no pudo realmente atestiguar (pudiendo manifestarse también en las ensoñaciones). Independientemente de que la persona superviviente estuviera presente o no en el momento de la muerte, es posible que ésta desarrolle síntomas característicos de estrés postraumático que no necesariamente deben adoptar las manifestaciones características de una entidad clínica (re-experimentación, hiper-activación autónoma, evitación de estímulos asociados con la muerte o el propio difunto, etc.). Estos pensamientos pueden percibirse como intrusivos y al margen de la propia voluntad de la persona que los experimenta, llegando incluso a aumentar su frecuencia si ésta trata de evitarlos deliberadamente (aumentando así su gravedad casi sin solución de continuidad). En estos casos siempre resulta interesante llevar a cabo un abordaje terapéutico dirigido a prevenir que se consoliden estructuras de pensamiento sólidas e integradas en la conciencia que acaben siendo extremadamente resistentes al cambio.
Relacionado con lo dicho anteriormente, es también importante señalar que la participación en los ritos formales de despedida permite a la persona empezar a asumir que su pérdida se ha producido realmente (y también aliviar la tensión generada por las emociones difíciles en un contexto especialmente diseñado para ello). Los funerales y el entierro (así como la incineración o similares) constituyen ritos socialmente determinados en los que los seres queridos homenajean la vida del difunto y disponen de un espacio en el que expresar su dolor abiertamente. Así pues, existe evidencia amplia de que contar con la posibilidad de participar en ellos prepara el terreno para la aceptación de la situación y posterior procesamiento emocional de la misma, facilitando la resolución exitosa del proceso de duelo y la integración definitiva del ser querido en una vida que necesariamente ha de continuar sin él.
Otra circunstancia asociada al duelo patológico es el bloqueo/inhibición emocional, impuesto por el propio fallecido o como forma de comunicación (o incomunicación más bien) en el seno familiar. No encontrar espacios compartidos en los que hablar libremente sobre las emociones asociadas a la pérdida supone una importante restricción del apoyo emocional que incrementa la tensión interna y puede facilitar la aparición de trastornos de ansiedad y/o estado de ánimo. Eliminar toda evidencia de que la persona fallecida existió alguna vez (o mantener sus cosas exactamente como las dejó, oponiéndose a todo cambio) supone una reacción que (aunque pueda ser comprensible ante el dolor inicial provocado por la muerte) no es beneficiosa para la resolución del duelo.
Así pues, habiendo repasado someramente algunas de las principales circunstancias asociadas al duelo patológico, puede ser interesante en lo sucesivo explorar situaciones específicas en las que ha podido objetivarse que las personas supervivientes experimentan mayores dificultades en su transcurso a lo largo de las etapas que constituyen el duelo como proceso (y que pueden ser consultadas en el artículo “El Duelo como Proceso” en nuestra página web).

LAS MUERTES DE LAS QUE NO SE HABLA Y EL DUELO PATOLÓGICO
Existen muertes de las cuales la persona superviviente tiene muy difícil hablar. En estos casos, la sociedad no contempla la pérdida como una realidad significativa y se niega la importancia de la misma, sintiendo la persona una enorme soledad a lo largo del proceso que conduce a la resolución del duelo. En este apartado abordaremos las más relevantes en función de la literatura sobre la cuestión.
Quizá la más paradigmática de las muertes de las que no se habla es aquella que se produce como resultado de un suicidio. El suicidio es una decisión personal que el fallecido ha asumido de forma más o menos sopesada (en un porcentaje elevado de casos en el contexto de alteraciones severas del estado de ánimo, aunque no necesariamente), y que ha concluido con la interrupción voluntaria de su historia de vida. Se trata éste de un fenómeno muy complejo, que familiarmente tiende a ser silenciado para evitar la vergüenza que a él se pudiera asociar (especialmente en lo relativo a la opinión que pudieran mantener personas ajenas al núcleo familiar) inhibiendo de forma extrema la expresión del dolor. Las muertes por suicidio pueden generar también notables sentimientos de culpa en el superviviente, que llega a percibir que no puso de su parte todo lo necesario para evitar que los acontecimientos se desarrollasen como finalmente lo hicieron. En algunos casos se hace necesario que la persona participe en grupos de apoyo formados por personas que vivieron una situación similar y que encuentre, en éstos, el espacio que requiere para ventilar emociones tan negativas que pueden llegar a ser tremendamente invalidantes.
Otra situación que propicia una experiencia de duelo patológico se circunscribe al aborto espontáneo en un embarazo deseado. Se trata de una circunstancia vital que constituye un auténtico reto para la pareja que la sufre, y que no en pocas ocasiones supone el detonante hacia conflictos relacionales importantes que potencialmente conducen a una ruptura. En estos casos, la sociedad tampoco contempla la relevancia que pudiera tener para alguien la muerte de una persona que no ha llegado a existir como tal, sin contar con el hecho de que el vínculo entre una madre y su hijo no empieza en el momento del alumbramiento. El embarazo (cuando es deseado) constituye un momento de la vida en el que los padres vuelcan sus expectativas y anhelos en una persona que, hasta ese preciso momento, está cargada de un importante valor simbólico (expectativas de cómo será, el modo en que será educada, etc.). Además, supone la máxima expresión de compromiso que dos personas pueden adquirir a lo largo de su ciclo vital, por lo que la ruptura abrupta del mismo puede tener sus evidentes resonancias en el vínculo amoroso. Así pues, la pérdida de un/a niño/a deseado en proceso de gestación supone un fuerte impacto emocional que socialmente es poco comprendido y que puede afectar profundamente a quienes lo experimentan.
Otra muerte que a menudo se silencia es la que afecta a los supervivientes de una persona que falleció como consecuencia final de una infección por VIH (SIDA). El proceso de deterioro físico, las atribuciones simbólicas negativas que todavía hoy permanecen (lamentablemente) en lo relativo a esta enfermedad, etc. hacen que las personas que viven esta pérdida no hablen con total sinceridad sobre la misma y el proceso que lastimosamente condujo a ella. En estos casos suele disfrazarse la situación atribuyendo la muerte en exclusiva a alguna de las infecciones oportunistas que propicia la inmunosupresión en sus estados terminales (sin hacer referencia al SIDA propiamente dicho) o simplemente evitando hablar a toda costa de cualquier circunstancia que pudiera haberse relacionado con la muerte. Las personas que sufren una infección por VIH hoy en día siguen siendo víctima de cierta discriminación social, e incluso de un miedo extremo producto de la incomprensión sobre las características de la enfermedad. Esta realidad, lamentablemente, se hace extensible a la familia de un modo muy evidente cuando sobreviene la muerte del ser querido.
Finalmente, quisiéramos también señalar otro tipo de duelo que conduce con frecuencia a una experiencia difícil: la muerte de un amante. Cuando una persona casada mantiene una relación íntima con alguien ajeno a su vínculo matrimonial, raramente puede participar en los rituales de despedida de éste cuando fallece (ni encuentra un espacio para ventilar las emociones dolorosas que se asocian a la pérdida). Muchos estudios hacen evidente que este tipo de muertes conducen con frecuencia a emociones muy difíciles e intensas. Encontrar a personas con las que compartir este dolor velado (ajenas a la red social habitual) puede ayudar al superviviente a procesar la pérdida con éxito.
La experiencia de duelo es única para cada individuo, por lo que es extremadamente difícil determinar un conjunto de criterios que permitan discernir sus manifestaciones normales de aquellas que conllevan una trascendencia clínica. La ruptura de un vínculo significativo va a suponer necesariamente una reestructuración de la propia vida, así como la asunción de un nuevo punto de vista sobre uno mismo y el futuro. Comprender la enorme individualidad de un momento tan relevante de la historia personal y abordar con empatía cualquier emoción que pudiera surgir durante el mismo permitirán la ventilación emocional, el alivio del hondo dolor que puede dejar la muerte tras de sí y la integración, definitivamente, del significado que la vida del ser querido tuvo para el superviviente.

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